¿Alguna vez hemos cartografiado mentalmente las calles que hay entre nuestro hogar y nuestro trabajo, haciendo énfasis en estos dos lugares sin visualizar todo lo que existe en medio? ¿O entre nuestra casa y nuestro bar favorito? Parece que, en nuestra cabeza, entre las localizaciones que nos interesan no existe la distancia. O al menos no tanta como realmente hay.
Mapa de una vista aérea de la ciudad de Nueva York con determinados lugares destacados (Foto: rawpixel.com / Shutterstock).
Las personas tendemos a representar el espacio de forma topológica, es decir, buscando cómo se organizan y se relacionan los lugares que conocemos y habitamos. Llamamos mapas mentales (o mapas psicogeográficos) a esas representaciones gráficas subjetivas del espacio vivido, que permiten una interpretación libre del paisaje en relación con las emociones.
Cómo nos vemos en el espacio
Estos mapas son resultado de nuestra percepción subjetiva del espacio vital en el que se insertan.
Por ejemplo, podemos hacer un mapa de los lugares en los que hemos quedado con nuestros amigos de la universidad, o un mapa del barrio con los lugares que visitamos rutinariamente. Sobre ellos identificaremos sentimientos y percepciones más o menos positivas o negativas: lugares agradables y desagradables, relajados o estresantes, seguros o inseguros, lugares del miedo, alegres o tristes.
Ejemplo de mapa psicogeográfico dibujado por una chica de 12 años (Foto: 'Mapas Divertidos. Achegando a Xeografía aos máis novos', proyecto de I+D+i financiado por el Consello Social de la Universidad de Santiago de Compostela).
También hacen posible observar el pensamiento espacial de las personas. Gracias a los mapas sabemos cómo nos orientamos, cómo estructuramos el espacio y cómo identificamos hitos, bordes, barrios, sendas y nodos, al representar gráficamente el entorno en el que nos desplazamos, vivimos y nos desarrollamos habitualmente. Se consideran recursos cognitivos útiles en la geografía de la percepción.
El nivel de madurez cognitiva de la persona, junto con su capacidad de pensamiento abstracto espacial, determinan su habilidad para crear una composición cartográfica estructurada, más o menos compleja en detalles, independientemente de su calidad cartesiana. Asimismo nos ayudan a analizar cómo cada uno percibe el espacio vital, y qué hábitos, valores, creencias y sentimientos tiene.
Además, permiten reconocer los "fondos de conocimiento", es decir, todo lo que sabemos y aprendemos -cultural, institucional, social y geográficamente- a lo largo de la vida.
Conocer los movimientos para conocer a la persona
Debido a esta relación entre los espacios y la mente, se han comenzado a formular subdisciplinas geográficas como la geografía de las emociones, la psicogeografía o la geografía psicoanalítica.
En ellas, se estudian los estados de ánimo de enfermos crónicos o de grupos sociales, buscando la interrelación entre las emociones y el comportamiento humano y de estos con los lugares, el hábitat y el ambiente social, cultural y económico. Se puede constatar, por ejemplo, cómo la prevalencia de la depresión desciende a medida que aumenta la movilidad espacial de las personas y se multiplican las interacciones sociales, las experiencias y las percepciones de los lugares.
Guía psicogeográfica de París. Discurso sobre las pasiones del amor, de Guy Debord (Foto: MACBA).
La tecnología, de hecho, ofrece nuevas posibilidades en el estudio de este campo. Los datos georreferenciados a través de las comunicaciones móviles, las ubicaciones compartidas en internet o las operaciones de pago digital dan información sobre la vida cotidiana de las personas. Eso permite elaborar mapas de estados de ánimo personalizados que localizan lugares de mayor o menor estrés en la vida diaria. Se cartografían así las emociones de los lugares a los que accedemos físicamente o a través de internet, y también de nuestros sentimientos y experiencias.
Con estos mapas se pueden ofrecer terapias psicológicas que inciden en el análisis de los lugares cotidianos de la persona, atendiendo a la salud mental como una prioridad en la sociedad actual. Por ejemplo, en el caso de trastornos de ansiedad podemos identificar los lugares tóxicos, los lugares del miedo, y analizar los factores desencadenantes en esos lugares en esos momentos.
El censo como herramienta para el cuidado
También se pueden realizar investigaciones transdisciplinares entre geógrafos, psicoterapeutas e ingenieros informáticos.
Veamos como ejemplo el caso de Estados Unidos. Existe ahí el precedente de los denominados "Mapas de la desesperación", elaborados a partir de una encuesta telefónica sobre el estado de ánimo a más de 2,4 millones de personas. El objetivo era evaluar la salud mental a nivel territorial y obtener información para planificar y organizar los servicios de salud, tratando de orientar los recursos hacia aquellos lugares donde fuesen más necesarios.
Además de esa evaluación, con una combinación de datos podríamos producir informes psicogeográficos que fuesen más allá. ¿Cómo lo haríamos? A partir del censo. En EE. UU., para recoger datos demográficos en los centros de población, la unidad de medida más pequeña que utilizan es la sección censal. Por tanto, si analizásemos sus secciones censales, podríamos combinar los datos estadísticos con el entorno de las personas y su comportamiento y ser más precisos.
(Fuente: The Conversation)