viernes, 18 de julio de 2025

El cerebelo, una joya oculta debajo y detrás del cerebro: el nexo entre el arte y la ciencia

Oculto en la base del cráneo, el cerebelo es una estructura que sólo abarca alrededor del 10 % del volumen total del cerebro, pero que alberga más del 50 % de todas las neuronas del sistema nervioso central. 

Representación del cerebelo en relación al cerebro humano (Foto: Life Science / Shutterstock).

Esa extraordinaria densidad neuronal delata su importancia funcional, que va más allá de regular los movimientos y mantener el equilibrio, el papel que se le ha atribuido tradicionalmente.

Conocido como el “pequeño cerebro”, el cerebelo está situado en la parte posterior e inferior del encéfalo, justo debajo de los hemisferios cerebrales y detrás del tronco encefálico. Hasta hace no mucho se consideraba que su único rol era el de afinar la motricidad: integra señales de los músculos, las articulaciones y el oído interno para ajustar en tiempo real la fuerza, la amplitud y el ritmo de cada gesto.

Así, cuando estiramos el brazo para tocar un objeto, el cerebelo predice la trayectoria óptima y corrige cualquier desviación, evitando esos movimientos erráticos que veríamos en alguien con lesión cerebelosa. De hecho, enfermedades que afectan a esta estructura, como la ataxia cerebelar, se caracterizan por una marcha inestable o temblor, que son síntomas de la incapacidad para regular los movimientos finos.

Situación del cerebelo (Foto: Wikimedia Commons).

Más allá de los movimientos

Sin embargo, en las dos últimas décadas se ha revelado que el cerebelo no es un mero regulador mecánico, sino también un modulador de procesos mentales más complejos.

Así, el síndrome cognitivo-afectivo cerebeloso (CCAS), descrito por primera vez en 1998, combina alteraciones motoras con dificultades en planificación, lenguaje, memoria de trabajo y control de las emociones. Se piensa que la uniformidad de la microarquitectura cerebelosa -la que calcula los ajustes de movimiento- se emplea también para generar “modelos internos” que anticipan y afinan la dinámica de pensamientos y estados de ánimo.

Existen más ejemplos de la implicación del cerebelo en otras enfermedades, como el alzhéimer. Esta dolencia neurodegenerativa se caracteriza por la acumulación anormal de la proteína β-amiloide y genera el adelgazamiento de una capa de neuronas llamada capa granular, clave para procesar la información que llega al cerebelo. A la postre, esos cambios pueden afectar la coordinación de la mente y el cuerpo. 

En el caso del autismo, se ha observado que las alteraciones en unas neuronas llamadas células de Purkinje y en las conexiones cerebelo-corticales están detrás de las dificultades para interpretar gestos, sonidos o tonos de voz, influyendo en la comunicación y la socialización.

Y en la esquizofrenia, la descoordinación entre el cerebelo y la corteza frontal puede traducirse en pensamientos desorganizados o problemas para regular las emociones, pues el cerebelo ya no “afina” tales procesos internos con la misma precisión. Por lo tanto, cuidarlo es clave no sólo para movernos bien, sino para pensar con claridad y sentirnos en equilibrio.

Dibujo de Leonardo Da Vinci de lo que se cree el método para rellenar de cera el cráneo de un buey para estudiar su anatomía y funciones (Foto: Royal Collection of the United Kingdom). 

De Leonardo a Ramón y Cajal

Pero mucho antes de estos hallazgos, el cerebelo ya había sido objeto de interés científico e inspiración artística para dos de las mentes más brillantes de todos los tiempos.

El primero de los protagonistas, Leonardo Da Vinci (1452–1519), fue el prototipo del científico renacentista, hombre modelo de la tercera cultura que no distinguía entre arte y ciencia. En la búsqueda de la relación entre el microcosmos y el macrocosmos, muy temprano reconoció el papel clave del sentido de la visión y de la capacidad de integración del cerebro.

En sus estudios anatómicos se interesó por los ventrículos cerebrales y desarrolló un método para inyectar cera caliente en cráneos de buey, obteniendo moldes exactos del sistema ventricular. Aunque se atribuye al genio florentino el nombre “cerebelo” (del latín cerebellum, que significa “pequeño cerebro”, en referencia a su similitud estructural con el cerebro), esta afirmación no ha podido ser comprobada.

Lo que sí se sabe es que despertó su interés, pues en sus dibujos sitúa el vermis cerebeloso (la parte central del cerebelo) como una “válvula” que regula el paso entre el sentido común y la memoria. Esa fusión de visión neoplatónica -buscar el asiento del alma- con rigor anatómico le permitió romper con la tradición medieval y sentar las bases de la anatomía funcional.

Siglos después, Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), el padre de la neurociencia moderna, llevó el arte anatómico al nivel celular. A través de una rigurosa observación y el perfeccionamiento de las técnicas de tinción -en especial la mejora del método de impregnación con nitrato de plata desarrollado por Camillo Golgi-, Cajal logró visualizar con claridad la estructura íntima del sistema nervioso.

Su mirada se posó con particular atención sobre el cerebelo, donde descubrió y dibujó con meticulosa precisión las complejas arborizaciones de las antes citadas células de Purkinje, unas de las más notables por su tamaño y ramificación dendrítica. Además de revelar la individualidad de las neuronas, su trabajo sentó las bases del principio de la “doctrina de la neurona”, desafiando la idea dominante de una red nerviosa continua.

Dibujo de células de Purkinje (A) y células granulosas (B) del cerebelo de una paloma, por Santiago Ramón y Cajal (Foto: Instituto Cajal / Wikimedia Commons).

Estas observaciones, capturadas en decenas de dibujos que combinan rigor científico con un sorprendente valor artístico, permitieron entender al cerebelo no como un órgano aislado, sino como una estructura clave en la coordinación motora y el procesamiento sensorial.

(Fuente: The Conversation / redacción propia)