Cuando nos juntamos con otras personas no somos iguales que cuando estamos solos, y nuestra materia gris tampoco.
(Foto: Gerd Altmann / Pixabay).
La prueba del "espíritu colectivo" la encontraron hace poco científicos franceses en las neuronas sociales, unas células nerviosas del encéfalo que solo se activan en equipo. Según estos expertos, la sola presencia de congéneres en nuestro entorno hace que el cerebro cambie su manera de trabajar.
Existe algo más complicado y difícil de entender que la teoría de la relatividad de Einstein, el concepto de entropía o la solución a la enrevesada conjetura matemática de Poincaré: el cerebro de otro ser humano. Y, sin embargo, no nos suele ir tan mal: a pesar de que nuestro encéfalo es el objeto más complejo del universo, tenemos una habilidad sorprendente para saber lo que sucede en su interior.
Cómo nuestro entorno moldea nuestra mente
Según Valeria Gazzola, investigadora del Instituto Neerlandés de Neurociencia, "estamos dotados de una capacidad que ningún sistema artificial ha logrado imitar aún: la de transformar el comportamiento observable de los demás, nuestras percepciones, en hipótesis acerca de lo que esas personas sienten y planean".
Dice esta experta en neurociencia que, aunque eso parece tan natural y fácil como respirar, no lo es. De hecho, exige la capacidad de procesar y comparar todo lo que percibimos de fuera con la información de nuestros propios sistemas emocionales, sensoriales y motores, esos que nos permiten sentir en primera persona.
Por muy orgullosos que nos sintamos del lenguaje, la inteligencia, la pintura, la literatura, el séptimo arte o la tecnología que nos ha permitido llegar hasta la Luna, "nada de eso sería posible si no supiéramos colaborar estrechamente unos con otros, aprender unos de otros, cuidar unos de otros", reflexiona Gazzola. Las capacidades sociales están en la esencia de lo que nos hace humanos, son nuestro auténtico superpoder.
Por qué necesitamos a los demás para sobrevivir
Cuanto más se ahonda en el conocimiento del cerebro, más se confirma que las neuronas les dan a nuestros congéneres absoluta prioridad. En 2016, el neurocientífico alemán Martin Brüne y sus colegas de la Universidad Ruhr de Bochum demostraron que el encéfalo atiende a lo que tiene que ver con las acciones cotidianas de los demás y que otorga prioridad absoluta a la información social.
Ni esos vídeos virales gatunos de YouTube lograrían desviar tanto nuestra atención, porque son tiernos, pero no humanos. Hasta hace poco se pensaba que para el cerebro existían dos categorías a la hora de catalogar el mundo: animado o inanimado, ser vivo o inerte. Pero, en 2014, investigadores italianos de la Universidad de Trieste demostraron que habíamos obviado una tercera categoría: la social, sustentada por circuitos propios de neuronas dedicadas a detectar todo lo que atañe a grupos de individuos de nuestra especie.
Aprendizaje observacional
Una de las consecuencias de esta capacidad es que, con intención o sin ella, nos pasamos el día aprendiendo de los demás. La experiencia ajena es la mejor maestra. Los expertos en la materia lo llaman aprendizaje observacional. “Esto es así especialmente en lo tocante a todo aquello que nos puede herir o matar; está claro que el coste de aprenderlo por uno mismo es muy alto. Por eso, la habilidad de aprender observando a otros sujetos es muy adaptativa y nos da ventajas para la supervivencia”, explica Kay Tye, neurocientífica del MIT. La capacidad de escarmentar en cabeza ajena se la debemos a un circuito cerebral que aprende mirando a los demás y que es distinto e independiente del que extrae conocimiento de experiencias propias.
Otra sensación única que aporta el contacto social es la vergüenza ajena, ese incómodo “tierra, trágame” que nos embarga cuando vemos a alguien comprometer su dignidad. Dicen los neurocientíficos que las situaciones embarazosas de los demás activan las mismas estructuras corticales que cuando nos compadecemos de alguien.
Tiene mucho que ver con la empatía, con la capacidad humana de ponernos en el lugar de los demás y sentir lo que ellos sienten en nuestras propias carnes. Y también estas neuronas están detrás de la facilidad con la que se contagian las sonrisas, cuando ante un rostro risueño recordamos la emoción a la que tenemos asociado el gesto y, de forma refleja, lo imitamos.
(Foto: Alexandra Koch / Pixabay).
La conexión en segundo plano
Podría suceder que cuando nos quedamos a solas ese entramado cerebral gregario se desconecta. Pero no. El cerebro está tan obsesionado con lo que les pasa a los otros que, si decidimos tomarnos un respiro y alejarnos del mundo, se pone a trabajar en la información social que ha recabado.
Científicos de la Universidad de Dartmouth (Nuevo Hampshire) explicaron recientemente que en los momentos de aparente reposo se refuerzan las conexiones entre la corteza medial prefrontal y la unión temporoparietal, cuya misión es evaluar la personalidad, el estado mental y las intenciones de los demás. En otras palabras, nos dedicamos a hacer deducciones o inferencias sociales "en segundo plano". De este modo, el encéfalo aprovecha su tiempo libre para extraer conclusiones de las vivencias gregarias del resto de la jornada.
El efecto de la compañía humana
Pero las implicaciones de estar acompañados van mucho más allá de la empatía o el aprendizaje social. Driss Boussaoud, neurocientífico del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia (CNRS), lo explica con un ejemplo clarificador: "Imagínate a ti mismo sentado en clase con un examen sobre la mesa. Imagina que reina un silencio absoluto que solo se ve interrumpido por las pisadas del profesor dando vueltas alrededor del aula. Oyes sus pasos que se aproximan. Se detiene justo a tu lado. Empiezan a sudarte las manos. No te puedes quitar de la cabeza que el examen de hoy es decisivo para tu futuro. Y tienes a tu profesor ahí plantado, clavándote la mirada, viendo lo que haces".
Dice el investigador que podríamos pensar que estas circunstancias afectarán negativamente a nuestro resultado intelectual, debido a un fenómeno de inhibición social. Que tendemos a suponer que, si nos miran, vamos a pifiarla con más facilidad. Pues no, lo normal es que suceda justo al revés.
"En presencia de otros solemos ejecutar mejor un examen y otras tareas simples que cuando nos dejan solos. Se llama facilitación social", cuenta Boussaoud, que explica por qué es mucho mejor salir a correr o a practicar ciclismo con varios amigos que en solitario. Lo hace así: "Los psicólogos sociales llevan estudiando este fenómeno hace más de un siglo, pero hasta el año pasado nadie había analizado los cambios exactos en la actividad del encéfalo cuando hay otras personas cerca".
La soledad neuronal: el precio de la desconexión
Si rodeada de semejantes la materia gris se modifica, ¿cómo serán los efectos del aislamiento? Según decía el poeta Gustavo Adolfo Bécquer, "la soledad es muy hermosa, pero sólo cuando tienes a alguien a quien contárselo". Estar aislado durante mucho tiempo pone en marcha cambios químicos neuronales dañinos, según descubrieron con ratones a mediados de 2018 neurocientíficos del Instituto Caltech de California.
Tras dejarlos dos semanas incomunicados, comprobaron que su cerebro secretaba un neuropéptido llamado neuroquinina B (NkB) que interfería en el correcto funcionamiento de varios circuitos neuronales y disparaba la agresividad de los roedores hacia los extraños. Quedaban presos de una sensación de miedo permanente y se volvían hipersensibles a cualquier estímulo que oliera a peligro. Pero existe un antídoto. Cuando se bloquean los receptores de neuroquinina, el comportamiento anómalo desaparece. Dado que nosotros tenemos un sistema de señales similar al NkB, el estudio podría tener aplicaciones clínicas para tratar trastornos mentales causados por el aislamiento a largo plazo.
La soledad en las redes sociales
Aunque a veces asociamos la reclusión a la tercera edad, la realidad es otra. No hace falta ser anciano, ni tímido, ni estar loco o recluido para experimentar soledad. Basta actualizar a todas horas Facebook, Instagram o X para caer en sus garras. Según un estudio de la Universidad de Pittsburgh, a más tiempo empleado en las redes sociales y más presencia en varias, más probabilidades de aislamiento social.
Los sujetos que visitan estas plataformas sesenta o más veces por semana tienen aproximadamente el triple de probabilidades de percibir soledad que los que las visitan menos de diez veces semanales.
Según un estudio sobre conductas patológicas en internet de la ONG Protégeles, el 21,3 % de los jóvenes está en riesgo de convertirse en adicto a las nuevas tecnologías y el 1,5 % ya lo es.
Los tecnoadictos pasan mucho tiempo a solas con el ordenador, la tableta o el móvil, hasta el punto de descuidar a los amigos y la familia. El 30 % de los menores tiene contactos virtuales con personas a las que no conoce. Estos tecnoadictos no entienden la vida sin estar al tanto de todo lo que ocurre en su entorno social virtual.
(Fuente: Muy Interesante)