jueves, 26 de junio de 2025

¿Quién decide ahora qué es "bello" y qué no lo es en tiempos de redes sociales?

¿Nos hemos planteado alguna vez cuántas veces al día decidimos qué “nos gusta” sin apenas mirarlo? ¿Cuántas bellezas fugaces se deslizan ante nuestros ojos antes de que nuestro dedo pulse “guardar” o “me gusta”? En el universo digital, lo bello ya no se busca: se recomienda. El feed, el algoritmo y la etiqueta hacen el trabajo de selección: nosotros sólo elegimos movernos en torno a lo que aparece.

(Foto: captura de pantalla de Pinterest).

En la tradición estética occidental, Immanuel Kant sostenía que lo bello es aquello que “agrada universalmente sin concepto”, es decir, que se aprecia de forma desinteresada y con una pretensión de validez universal.

Sin embargo, la crítica contemporánea ha matizado esta idea. Autores como Pierre Bourdieu han mostrado que el gusto no es innato, sino que está profundamente condicionado por estructuras sociales y culturales. En la misma línea, Susan Sontag advirtió que no sólo aprendemos qué contemplar, sino también cómo verlo y valorarlo. Así, lo bello deja de ser una categoría universal para entenderse como una construcción histórica, simbólica y mediada culturalmente.

En un presente dominado por pantallas y feeds infinitos, navegamos por museos digitales impulsados por algoritmos. De ahí el auge de las llamadas "aesthetics", que actúan como nueva taxonomía visual: microuniversos estéticos donde se agrupan colores, gestos, objetos y emociones bajo un mismo "hashtag". No elegimos una sola imagen: elegimos una constelación de referentes que configura nuestra manera de ver y de ser vistos. 

Collage de un conjunto de imágenes asociadas a la estética Light Academia (Foto: Lara López Millán)

Por ejemplo, la estética Old Money se caracteriza por una imagen asociada a la riqueza heredada: ropa clásica (pantalones de vestir, pulóveres de cachemir, mocasines), escenarios lujosos pero discretos (clubes de campo, bibliotecas privadas, yates) y una actitud que sugiere elegancia sin ostentación. En cambio, Light Academia gira en torno al gusto por la melancolía, el conocimiento y lo nostálgico: tonos neutros, luz suave, referencias a la literatura clásica y el arte europeo. Estas estéticas funcionan como “paquetes” visuales que condensan valores, aspiraciones y modos de vida.

La fuerza de esta idea radica en dos aspectos. En primer lugar, dentro de la cultura de las redes, lo bello adquiere una función práctica: se convierte en un hashtag que organiza contenidos y comunidades, o en un filtro que estandariza y codifica la percepción. En segundo lugar, su valor ya no se mide por el placer estético que genera, sino por su rendimiento en forma de clics, likes y seguidores. Es decir, funciona tanto como una marca, así como una métrica de valor. De este modo, clasificar algo como bello se vuelve un acto estratégico, una forma de posicionarse que responde a las dinámicas de consumo y visibilidad propias de las plataformas digitales.

¿Somos entonces arquitectos de nuestro propio gusto o simples habitantes de categorizaciones algorítmicas?

Pensemos: ¿qué tienen en común las etiquetas en las redes sociales? Todas funcionan como marcadores de pertenencia: al usarlas, el usuario se inscribe en una microcomunidad con códigos muy concretos (paletas de color, objetos icónicos, poses fotográficas, tipografías). Pero también operan como filtros de atención: el algoritmo detecta afinidades y refuerza la recomendación de contenidos afines, consolidando identidades digitales compartidas.

Si bien podemos pensar “yo uso Instagram y no veo que estas clasificaciones me afecten”, aunque no sigamos conscientemente una estética, los contenidos que consumimos están marcados por ellas. Un usuario que sigue cuentas de decoración minimalista probablemente esté expuesto a la estética Clean Girl sin saberlo. O quien guarda recetas caseras, fotos de jardines y flores silvestres podría estar interactuando con contenido etiquetado como Cottagecore. Así, estas estéticas moldean qué imágenes se nos muestran y, en consecuencia, influyen en lo que consideramos “bonito” o deseable.


Foto: Lara López Millán).

En Pinterest, el usuario recopila imágenes relacionadas con un tema -moda, arquitectura, ideas para bodas, etc- en un espacio denominado “tablero”. Estos tableros no son sólo archivos personales, sino también públicos, compartibles y replicables. Así, lo que una persona guarda contribuye a la visibilidad de esa estética y refuerza su circulación.

De ese modo, plataformas como Instagram, TikTok o Tumblr se convierten en auténticos museos rizomáticos, donde no hay un único curador, sino miles de usuarios repartiendo, guardando y colocando imágenes en infinitos tableros. Cada tablero es una microexposición: un espacio de exploración y, al mismo tiempo, de contribución al acervo común de la red.

Este sistema dual -curación colectiva y clasificación automática- impulsa tanto la autoexpresión como la normalización del gusto. Por un lado, ofrece un lenguaje estético predefinido para que cada persona construya su identidad digital. Por otro, homogeneiza lentamente las formas de ver y mostrar la belleza: sólo aquello que respeta las convenciones de cada estética alcanza visibilidad suficiente como para viralizarse. 

Esto ocurre porque los algoritmos priorizan contenidos que generan interacción rápida. Una imagen mal iluminada, que no se ajusta a la paleta visual dominante o que no sigue ciertas convenciones estéticas tiene menos probabilidades de aparecer en los feeds de otros usuarios. Así, aunque sea original o interesante, no se adapta al molde algorítmico que premia lo familiar, reconocible y viralizable.

En la era del scroll infinito, lo bello ya no se define por cualidades intrínsecas o singulares, sino por su potencial replicable. Entonces, ¿podríamos decir que una imagen es “bella” en la medida en que es comprensible en un vistazo, fácil de imitar y capaz de generar interacción? Si la respuesta es afirmativa, entonces estamos convirtiendo la clasificación estética en un acto tanto creativo como estratégicamente alineado con las lógicas de las redes sociales.

Conjunto de imágenes asociadas a la estética Cottagecore (Foto: Lara López Millán).

¿De quién es la decisión?

Clasificar lo bello nunca ha sido un gesto neutro: es siempre un acto cargado de ideología y poder cultural. Actualmente, las estéticas emergen como síntomas de una sociedad que, abrumada por la sobreabundancia de estímulos, busca refugio en sistemas simbólicos de pertenencia. Estas microestéticas nos ofrecen atajos visuales y afectivos, pero también actualizan viejas jerarquías de clase, procedencia y género, mediadas ahora por hashtags y algoritmos.

Pero estas estéticas no son nuevas: en el siglo XX, subculturas como los mods (ropa elegante, música soul y scooters) o los góticos (ropa negra, estética oscura y referencias literarias) ya articulaban formas de ver y ser vistos. La diferencia es que hoy las redes sociales aceleran su difusión, las codifican en hashtags y multiplican su alcance más allá del contexto local o subcultural.

Cuando adoptamos una estética, incorporamos un conjunto de valores y prácticas -desde la moda hasta los hábitos de consumo- que nos conectan con una comunidad, pero que también nos alinean con las lógicas de visibilidad y rentabilidad de las plataformas. El arte de clasificar lo bello revela quién sostiene el poder de la mirada y qué relatos quedan fuera del cuadro.

¿Qué dice de nosotros la estética que elegimos? Quizá más de lo que nos gustaría reconocer: nuestras aspiraciones, nuestras inseguridades y nuestros moldes de pertenencia. Por ello, es urgente cultivar una práctica crítica y reflexiva de la curaduría estética: no basta con deslizar el dedo, hay que cuestionar las estructuras que determinan por qué unas imágenes son bellas y otras, invisibles. Solo así podremos reclamar cierto grado de agencia en la construcción de nuestro propio gusto.

Llegados a este punto, más que anticipar el futuro conviene reconocer que ya estamos en él. En un presente atravesado por la inteligencia artificial, la realidad aumentada y los entornos inmersivos, el acto de clasificar lo bello ha dejado de ser exclusivamente humano. Las plataformas no sólo muestran estéticas: las generan, las adaptan a nuestros hábitos, las afinan según nuestras emociones y, en algunos casos, las moldean a partir de datos biométricos. En este contexto, la cuestión no es tanto qué estética elegimos, sino hasta qué punto el gusto que creemos propio sigue siéndolo. Frente a esta estetización algorítmica del “yo”, pensar críticamente sobre lo bello no es un lujo teórico: es un gesto urgente de resistencia cultural.

(Fuente: The Conversation / redacción propia)