lunes, 3 de noviembre de 2025

Las películas de Yorgos Lanthimos tienen un secreto bien guardado sobre su impactante estética visual

El diseñador gráfico Vasilis Marmatakis, creador de los afiches para los filmes del director griego, cuenta el proceso creativo para visualizar "un aspecto profundo de la historia a través de imágenes".


Circunstancias extrañas y un humor negro e inexpresivo definen las películas del director griego Yorgos Lanthimos. Su última obra, "Bugonia", aún no estrenada en nuestro país, sobre dos primos que secuestran a una poderosa mujer sospechosa de ser extraterrestre, cumple ambos requisitos.

Desde su revelación en 2009 con "Dogtooth", Lanthimos ha trabajado únicamente con un artista para diseñar carteles igual de desconcertantes: el diseñador gráfico Vasilis Marmatakis. Se conocieron a principios de los años 2000 trabajando en publicidad junto a Efthymis Filippou, habitual colaborador de guiones de Lanthimos.

"Vasilis intenta visualizar un aspecto profundo de la película a través de la imagen, algo que represente la película sin explicarla, para que la conexión entre cartel y filme sea sincrónica", explicó Lanthimos.

Para Marmatakis, quien comienza a trabajar en cada cartel al finalizar el guión, lo que le atrae de los proyectos de Lanthimos es que "son oscuras, pop y divertidas. Son visualmente impactantes, así que tengo material increíble con el que trabajar", señaló. A pesar del éxito internacional de Lanthimos, su colaboración con él sigue siendo un asunto entre compatriotas: "Siempre hablamos en griego", añade el diseñador.

A continuación, Marmatakis explica cómo cada uno de sus carteles interpreta las historias de Lanthimos.

Bugonia (2025)


Marmatakis es admirador del diseñador tipográfico neozelandés Joseph Churchward y vio que su tipografía brutalista, Churchward Roundsquare, encajaba con la ciencia ficción oscura de la película. "Parecía realmente futurista: bordes definidos, monumentalidad y un toque artesanal". Para créditos y títulos, Marmatakis trabajó las letras a mano, las imprimió y luego las distorsionó con agua.

Colmillo (2009)


Tres hermanos crecen aislados casi por completo del mundo. Marmatakis exploró alternativas que representaban cosas que los -niños nunca conocerían, como un oso polar o las Cataratas del Niágara, pero finalmente eligió un diseño minimalista: líneas superpuestas que simbolizan la distorsión y la conexión de los personajes. "Creé este símbolo con tres líneas, una para cada niño", dice Marmatakis.

Alps (2011)


Dado que la trama sigue a personajes que se ofrecen a suplantar a recientes fallecidos para sus seres queridos, Marmatakis diseñó un cartel como si fuera un volante hecho por ellos. Fotos impresas de los personajes, recortadas y pegadas a modo de collage, todo en blanco y negro; una imagen de bajo costo e impronta manual.

La langosta (2015)


Las manos de Colin Farrell abrazando una figura vacía fue la primera idea; ese espacio indefinido representa la soledad y el vacío emocional de los personajes, obligados a emparejarse o transformarse en animales. El espacio fue perdiendo rigidez hasta resultar amorfo. "No se sabe si Farrell está abrazando algo real, un humano, un animal o simplemente el vacío", explica.

La matanza de un ciervo sagrado (2017)


Aquí también Colin Farrell interpreta a un cirujano perseguido por una amenaza insólita. El póster, de fondo blanco clínico y desolado, refleja una situación sin escapatoria: "Intenté representar la desesperanza en un entorno estéril. La verticalidad acentuada transmite la falta de salida. Hay dos camas: la decisión clave del personaje", explica.

La favorita (2019)


Invertido horizontalmente, el perfil de Olivia Colman como la reina Ana recuerda la efigie de Isabel II en monedas y sellos. El color de la piel fue suavizado para sugerir la duda: ¿está viva o muerta? Dos figuras más pequeñas -Emma Stone y Rachel Weisz- aparecen en su rostro, una con un pincel y otra con un collar: no queda claro si la adornan o la manipulan. "Son como insectos, y reflejan lo que ocurre en la película", agrega  Marmatakis .

Pobres criaturas (2023)


En el primer plano del rostro de Emma Stone -en este punto, ya "actriz fetiche" de Lanthimos-, las pinceladas de color esconden imágenes de los personajes que moldean la vida de la protagonista, Bella Baxter, una mujer con el cuerpo adulto y el cerebro en desarrollo de una niña. "Pensé que sería interesante que los colores representaran a los hombres. No se sabe si los hombres se lo pusieron o si lo hizo ella misma para parecer mayor", explica.

Tipos de bondad (2024)


Un personaje secundario concatena las tres historias de la antología. Su rostro aparece cubierto por un enjambre de figuras en miniatura, que simulan gusanos o cadáveres en descomposición: "Coloqué muchas fotos de Emma Stone bailando, pero luego añadí al resto del reparto -Willem Dafoe, Jesse Plemons-, cada uno con un color distinto, sobre una superficie marrón que sugiere movimiento y descomposición".

(Fuente: The New York Times / varios / redacción propia)

Investigadores descifraron el "Códice de Dresde", el mítico registro de la astronomía maya

Científicos de la State University of New York dilucidaron la lógica detrás de la enigmática tabla que presenta complejos cálculos astronómicos.

Investigadores revelan el método maya para anticipar eclipses solares (Foto: captura de pantalla del Códice de Dresde digitalizado).

El 11 de julio de 1999, la Península de Yucatán experimentó una oscuridad total cuando la luna se interpuso brevemente entre el sol y la Tierra. Según dos investigadores de la State University of New York, John Justeson y Justin Lowry, este eclipse solar podría haberse anticipado utilizando una tabla maya de predicción de eclipses con más de mil años de antigüedad, tras realizar ciertos ajustes.

El Códice de Dresde, el registro más conocido de la astronomía maya que ha llegado hasta nuestros días, fue el objeto de un nuevo análisis por parte de Justeson y Lowry. Este manuscrito, elaborado sobre papel hecho con la corteza interna de higueras centroamericanas, contiene tablas que predicen eclipses solares y lunares, así como los movimientos de Venus.

Los mayas empleaban un calendario de 365 días para actividades civiles, como la siembra y la cosecha, y otro de 260 días con fines adivinatorios y sagrados. El códice refleja parte de estos complejos cálculos astronómicos.

El manuscrito, elaborado sobre papel hecho con la corteza interna de higueras centroamericanas, contiene tablas que predicen eclipses solares y lunares (Foto: captura de pantalla del Códice de Dresde digitalizado).

El estudio de Justeson y Lowry se centró en la tabla de predicción de eclipses del códice, que abarca 405 meses lunares, equivalentes a un periodo de 32 años y tres cuartos, probablemente iniciado en 1083 o 1116 de nuestra era. Durante el último siglo, los especialistas han tenido dificultades para descifrar la lógica detrás de la estructura de esta tabla y el método que permitía a los mayas mantenerla actualizada a lo largo del tiempo.

La confusión, según los investigadores, provino de la creencia de que los guardianes del tiempo mayas -encargados de mantener los calendarios sagrados- comenzaban una nueva tabla inmediatamente después de concluir la anterior, lo que habría generado errores acumulativos. Justeson y Lowry sostienen que, en realidad, los mayas empleaban un sistema de tablas superpuestas.

En lugar de iniciar una tabla nueva, reiniciaban la siguiente en intervalos de 223 o 358 meses, ambos correspondientes a ciclos de eclipses. Este método permitía corregir los errores astronómicos que se acumulaban con el tiempo y garantizaba la precisión de las predicciones durante siglos.

El enigma del Códice de Dresde maya: su historia y su futuro (Foto: captura de pantalla del Códice de Dresde digitalizado).

Los autores afirman, en un artículo publicado en Science Advances, que la tabla de eclipses del códice no era simplemente un registro predictivo, sino el resultado de observaciones realizadas por los guardianes del tiempo durante el seguimiento de un calendario lunar. "La tabla de eclipses parece haber sido una revisión adaptada de una tabla menos compleja, que listaba 405 meses lunares sucesivos", escribieron Justeson y Lowry en su estudio.

El análisis de los investigadores indica que, si un mes lunar dura entre 29 y 30 días y 49 meses lunares equivalen a 1.447 días, entonces 405 meses constituirían la primera entrada que es múltiplo de 260 días. "Esto sugiere que la tabla de eclipses de 405 meses surgió de un calendario lunar en el que el calendario adivinatorio de 260 días se sincronizaba con el ciclo lunar", explicaron los autores en su publicación.

En 2022, un hallazgo arqueológico en Guatemala aportó nueva luz sobre la antigüedad de los sistemas calendáricos mayas. Se descubrió una pintura mural en una pirámide, datada entre el 400 a.C. y el 200 d.C., correspondiente al periodo Preclásico Tardío maya, que constituye la evidencia más temprana conocida del uso del calendario maya.

(Fuente: Infobae / redacción propia)

Del vampiro al vecino inquietante: cómo ha cambiado nuestra forma de asustarnos en el cine

El miedo siempre estuvo ahí, pero el cine lo convirtió en espectáculo. Desde las primeras proyecciones, el público acudió a las salas para sentir esa descarga controlada de adrenalina. Cuando "Nosferatu" (1922) extendió su sombra, no fue sólo un vampiro lo que hizo que la audiencia se estremeciera: era la Europa de entreguerras viéndose reflejada en una criatura enfermiza y extranjera, una amenaza que llegaba de afuera para romper un orden social que ya tambaleaba. Desde entonces, cada generación ha encontrado su propio engendro en la pantalla.

Oscar Isaac en una imagen de la reciente "Frankenstein", dirigida por Guillermo del Toro (Foto: Netflix).

Sombras y mutaciones

El terror funciona como un espejo. Los castillos en ruinas y las nieblas góticas de los años treinta no eran simples decorados: representaban un mundo que parecía haberse detenido, que miraba con nostalgia y temor al pasado.

Los monstruos de Universal -"Drácula" (1931), "Frankenstein" (1931), "El hombre lobo" (1941)- eran a la vez temibles y fascinantes, porque encarnaban miedos muy contemporáneos: la ciencia que se descontrola, el cuerpo que enferma, lo diferente que amenaza lo familiar. La gente entraba en el cine buscando escalofríos, pero salía habiéndose enfrentado, de forma simbólica, a sus propias ansiedades.

Con el tiempo, las nieblas se despejaron y el terror empezó a mirar hacia el futuro. Las décadas de posguerra trajeron un pánico nuevo, más tecnológico, más científico. De pronto, las amenazas venían del espacio exterior o de laboratorios secretos: alienígenas, mutantes, experimentos que se salían de control. 

Fotograma de "Frankenstein", de James Whale, 1931 (Foto: Universal Pictures). 

Películas como "Ultimátum a la Tierra" (1951) y "El enigma de otro mundo" (1951) capturaban la paranoia de un planeta dividido en bloques, mientras que "La humanidad en peligro" (1954) y "Godzilla" (1954) daban forma grotesca a la amenaza nuclear con hormigas gigantes y criaturas surgidas de la radiación. La bomba atómica estaba en la mente de todos, y el cine lo canalizó en forma de invasiones, mutaciones y sospechas colectivas.

El enemigo está en casa

El susto más inquietante todavía estaba por llegar: el que no depende de criaturas sobrenaturales.

Cuando Alfred Hitchcock estrenó "Psicosis" (1960), el público descubrió que el peligro podía estar en la puerta de al lado. Norman Bates era un hombre normal, tímido, amable. No necesitaba colmillos ni garras para matar. Se plasmaba así la incertidumbre de una época marcada por cambios sociales y la erosión de la confianza en las instituciones: los años sesenta traían consigo tensiones urbanas, movimientos sociales y la sensación de que la amenaza podía venir del vecino o el propio núcleo familiar

Anthony Perkins interpretando a Norman Bates en "Psicosis", de Alfred Hitchcock, 1960 (Foto: Paramount Pictures ).

A partir de ese momento, el horror se volvió más íntimo: el motel de carretera, la casa suburbana y la niñez misma podían convertirse en escenarios de pesadilla. Películas como "La matanza de Texas" (1974) o "Halloween" (1978) consolidaron esa sensación. Su violencia evidenciaba la desconfianza y el malestar de Estados Unidos tras la guerra de Vietnam y la crisis económica de los setenta: lo que parecía seguro -el hogar, la comunidad- podía volverse mortal.

Esa invasión de lo cotidiano continuó durante los ochenta, una década de consumismo, cultura pop y miedo al crimen urbano, donde el género se llenó de ruido, sangre y espectáculo. Freddy Krueger, Jason Voorhees o el muñeco Chucky se convirtieron en iconos de la cultura pop, con máscaras y frases ingeniosas incluidas.

Pero en medio del exceso, hubo cineastas que exploraron terrores más psicológicos: "El resplandor" (1980) convirtió a un padre en monstruo, mientras que "La cosa" (1982) reflejó la paranoia y el aislamiento propios de la Guerra Fría, donde el enemigo podía estar más cerca de lo que pensábamos. Lo verdaderamente espeluznante no era la criatura, sino la posibilidad de que estuviera dentro de nosotros.

A finales de los noventa, este cine se tornó autorreflexivo. "Scream" (1996) jugaba con los clichés y los convertía en parte de la diversión: el espectador ya era un cómplice. Este conocimiento de las reglas del juego preparó el terreno para un nuevo tipo de terror: el que utilizaba la cámara y la estructura narrativa para hacer que el miedo pareciera más real y cercano al espectador.

En el nuevo milenio el género empezó a experimentar con nuevas formas de asustar. Surgió el "found footage" (metraje encontrado) con "El proyecto de la bruja de Blair" (1999) y después "Paranormal Activity" (2007), que hicieron que el espanto fuese casi documental, revelando la ansiedad de una sociedad cada vez más vigilada, hiperconectada y acostumbrada a consumir imágenes de lo real a través de cámaras y móviles.

También hubo un auge de remakes estadounidenses de clásicos japoneses como "The Ring" (2002) o "El grito" (2004), que introdujeron a Occidente en un miedo atmosférico, más basado en el silencio y la sugerencia que en el susto fácil. Esto coincidió con la apertura cultural global y el interés por historias que venían de fuera, mostrando un mundo interconectado donde lo desconocido podía llegar de cualquier parte.

Fotograma de "Weapons", de Zach Cregger, 2025 (Foto: Warner Bros). 

El arte de atemorizar hoy

Así, tras la experimentación formal de los primeros años del milenio, el género se abrió a propuestas en las que no sólo se sobresaltaba al espectador, sino que también se comentaba la sociedad y se exploraba la psicología humana.

La década de 2010 supuso un punto de inflexión. Productoras como A24 y Blumhouse apostaron por un terror más ambicioso y autoral. Por ejemplo, "Déjame salir" (2017) convirtió el miedo en un comentario social directo sobre los conflictos raciales y la polarización política.

"Hereditary" (2018) y "Midsommar" (2019), por el contrario, llevaron el género a un horror casi operístico, en el que la fractura familiar y las dinámicas comunitarias provocan espanto, un espejo de sociedades contemporáneas cada vez más fragmentadas e impacientes. "The Babadook" (2014) e "It Follows" (2014) se encargaron de explorar el trauma, la ansiedad y la transmisión del pavor como si fueran enfermedades. Incluso el "slasher" regresó en versiones más sofisticadas como "X" (2022) y "Pearl" (2022), que mezclan nostalgia y reflexión metacinematográfica.

En los años 2020, el género sigue expandiéndose en todas direcciones. Películas como "Barbarian" (2022) o "Háblame" (2023) juegan con las expectativas del espectador, construyendo giros radicales en un contexto de incertidumbre global: pandemias, crisis climáticas y cambios tecnológicos acelerados. También vemos un resurgir del "folk horror" en propuestas como "Men" (2022) o "The Witch" (2015), donde lo rural y lo ancestral vuelven a ser fuente de amenaza, recordando cómo la modernidad puede despertar miedos arcaicos.

En los tres últimos años el género ha seguido explorando nuevas formas de provocar escalofríos: "It Lives Inside" (2023) combina terror sobrenatural y exploración cultural, mientras que "La sustancia" (2024) ofrece una sátira que critica la industria del bienestar. Incluso Robert Eggers presentó su reinterpretación gótica del clásico "Nosferatu" (2024) y, en 2025, "Weapons" introdujo una narrativa fragmentada sobre la desaparición de niños, mezclando horror psicológico y social mientras hablaba de la infancia, la vigilancia y la seguridad en la vida cotidiana.

Estas producciones demuestran que el cine de terror continúa adaptándose, mostrando ansiedades contemporáneas y ofreciendo nuevas perspectivas al público. Lo que se mantiene constante es nuestra necesidad de mirar, tal vez porque lo consideramos un "laboratorio emocional". Nos permite ensayar el miedo sin consecuencias, sentirlo de manera segura y controlada. Cuando las luces se apagan, podemos enfrentarnos a aquello que más nos perturba -la muerte, el caos, la desintegración de la familia, el fin del mundo- y salir ilesos.

En un presente lleno de amenazas difusas, desde pandemias hasta crisis climáticas, el género sigue evolucionando para darles forma. Así, volvemos a las salas o a la comodidad del "streaming" buscando ese escalofrío. Puede que ya no haya vampiros con capa ni lobos aullando a la luna, pero el vecino inquietante, el monstruo invisible o el silencio en una casa demasiado tranquila siguen funcionando. Y quizás por eso el terror nunca muere: porque siempre encuentra un nuevo rostro para nuestros miedos.

(Fuente: The Conversation)